El Genio Criminal Disfrazado de Idiota
Por Iván D. Lozada
En los laberintos sombríos del narcotráfico mundial, una nueva figura ha emergido para eclipsar incluso los sueños más desmedidos de Pablo Escobar y Joaquín "El Chapo" Guzmán. Su nombre es Nicolás Maduro Moros, nacido en la penumbra del anonimato el 23 de noviembre de 1962, en las peligrosas calles de un barrio de Cúcuta, Colombia. Maduro jamás estuvo destinado a convertirse en el hombre fuerte de Venezuela. Detrás de la fachada del conductor de autobús torpe y mediocre se oculta quizás la mente criminal más brillante y calculadora de los últimos tiempos. Con una inteligencia poco antes vista en el crimen organizado, disfrazado de idiota, logró infiltrarse donde contendores aparentemente más sagaces que él no pudieron entrar.
Su genio criminal no residió en la violencia espectacular de Escobar ni en las fugas cinematográficas de El Chapo, sino en algo mucho más sutil y devastador: la capacidad de hacerse pasar por estúpido. Mientras otros aspirantes a sucesores de Chávez—Diosdado Cabello, Jorge Rodríguez, Tareck El Aissami—desplegaban abiertamente su ambición política, Maduro ejecutó la estrategia más sofisticada de infiltración jamás vista: convencer al propio Hugo Chávez de que era lo suficientemente estúpido como para ser un títere perfecto.
Donde Pablo Escobar necesitó corromper jueces y policías, Maduro simplemente los nombró. Donde El Chapo tuvo que sobornar funcionarios, Maduro los convirtió en sus empleados. El aparente conductor de autobús venezolano no solo superó a los capos más famosos de la historia—los volvió obsoletos al demostrar que el verdadero poder no radica en desafiar al Estado, sino en hacerse elegir para dirigirlo.
La Estrategia del Idiota: El Engaño Perfecto
La genialidad de Maduro radicó en entender una verdad fundamental que escapó a mentes criminales aparentemente más brillantes: en el juego del poder absoluto, ser subestimado es la mayor ventaja posible. Mientras figuras como Diosdado Cabello exhibían su astucia política y generales como Henry Rangel Silva mostraban abiertamente su ambición, Maduro cultivó meticulosamente la imagen del subordinado leal y ligeramente torpe.
Hugo Chávez, con toda su paranoia y creyendo saber quienes en su entorno constituian una sombra, cayó en la trampa perfecta. Veía en Maduro exactamente lo que el astuto conductor de autobús quería que viera: un hombre lo suficientemente mediocre como para ser controlable, lo suficientemente leal como para ser confiable, y lo suficientemente limitado como para nunca convertirse en una amenaza.
La actuación de Maduro fue magistral. Durante años perfeccionó el arte de parecer el perfecto segundo violín—siempre presente, nunca protagonista; siempre útil, nunca indispensable; siempre obediente, nunca amenazante. Mientras otros líderes chavistas competían abiertamente por el favor del comandante, Maduro parecía contentarse con tareas administrativas menores y apariciones públicas donde su torpeza aparente lo hacía parecer inofensivo.
La ironía es devastadora: Chávez, el hombre que se preciaba de ser un estratega político astuto, fue completamente manipulado por alguien que fingía ser su subalterno más tonto. El 8 de diciembre de 2012, cuando Chávez anunció desde La Habana que Maduro debería ser su sucesor "si algo malo me pasara", no estaba nombrando a un heredero—estaba entregando las llaves del reino al estafador más brillante de la historia política venezolana.
"Mi firme opinión, tan clara como clara como la luna llena... mi firme opinión, irrevocable, absoluta, total, es... que ustedes elijan a Nicolás Maduro como Presidente de la República Bolivariana de Venezuela", declaró Chávez en lo que sería su último acto político significativo. En ese momento, sin saberlo, estaba coronando al maestro de una estafa que había durado más de una década.
El Mastermind Oculto: Más Astuto que Escobar, Más Calculador que El Chapo
Pablo Escobar, en toda su arrogancia y brutalidad, nunca pudo ocultar su naturaleza. Su inteligencia era evidente, su ambición obvia, su peligrosidad palpable. Desde sus primeros días en el negocio de la coca, todos sabían exactamente con quién estaban tratando. Escobar no podía fingir ser otra cosa que lo que era: un criminal genial pero reconocible.
El Chapo Guzmán, con toda su astucia para las fugas y los túneles, tampoco pudo escapar de su reputación. Su inteligencia operativa era legendaria, pero también era conocida. Las autoridades mexicanas y estadounidenses sabían que enfrentaban a un adversario formidable. Guzmán nunca tuvo la opción de ser subestimado—su historial lo precedía.
Maduro ejecutó algo infinitamente más sofisticado: engañó no solo a sus enemigos, sino a sus propios aliados. Durante más de una década dentro del círculo íntimo de Chávez, ninguno de los líderes chavistas—ni Cabello, ni Rodríguez, ni El Aissami, ni los generales más astutos—detectó la verdadera naturaleza de quien compartía gabinete con ellos.
La clave de su éxito fue entender que en el mundo de la política revolucionaria, la amenaza percibida determina el destino. Los líderes carismáticos como Chávez sienten más temor hacia quienes podrían eclipsarlos que hacia quienes podrían traicionarlos. Maduro se presentó como la segunda opción: el traidor potencial más leal, el subordinado más confiable, el sucesor más inofensivo.
Su capacidad para mantener esta fachada durante años, incluso bajo el escrutinio constante de uno de los líderes más paranoicos de América Latina, revela un nivel de inteligencia criminal que supera a cualquier capo tradicional. Escobar y El Chapo construyeron imperios criminales impresionantes, pero operaron desde fuera del sistema. Maduro infiltró el sistema mismo y lo conquistó desde adentro, todo mientras convencía a su víctima principal de que estaba haciendo exactamente lo contrario.
La Herencia Perfecta: El Sueño que Escobar Jamás Alcanzó
Pablo Escobar, en la cúspide de su poder a finales de los años 80, controlaba aproximadamente el 80% del mercado mundial de cocaína. Su fortuna, estimada en más de 30 mil millones de dólares, lo convirtió en uno de los hombres más ricos del planeta. Pero Escobar siempre fue un fugitivo—poderoso, temido, pero siempre perseguido. Su sueño era la respetabilidad política, aspiraba a ser congresista, soñaba con la legitimidad que el poder del Estado otorga.
El genio de Maduro fue que no necesitó conquistar el Estado—se hizo heredar el control absoluto de él. Cuando Chávez sucumbió al cáncer en marzo de 2013, Venezuela no solo perdió a un presidente; se convirtió en el regalo envenenado más perfecto jamás concebido. Lo que Maduro heredó no fue simplemente una nación, sino la infraestructura completa para el mayor emporio de narcotráfico jamás soñado: puertos, aeropuertos, fuerzas armadas, sistema judicial, aparato de inteligencia y, lo más importante, la legitimidad internacional que viene con ser reconocido como jefe de Estado.
Maduro comenzó exactamente donde Escobar había soñado terminar: en el poder absoluto, con legitimidad aparente, sin necesidad de esconderse. No necesitó construir un imperio criminal desde cero; simplemente reconfiguró las instituciones estatales que había heredado. Mientras Escobar gastaba millones en sobornos para proteger sus operaciones, Maduro simplemente cambió las leyes y nombró a sus cómplices en posiciones clave.
La diferencia es abismal. Escobar manejaba toneladas; Maduro maneja un país entero. El colombiano lavaba dinero a través de propiedades y empresas fachada; el venezolano lava dinero a través de las reservas internacionales de una nación. Pablo construyó su propia prisión, La Catedral, para controlar su cautiverio; Nicolás convirtió a Venezuela entera en su fortaleza inexpugnable.
El Engaño Supremo: Superando a El Chapo en Su Propio Juego
Joaquín "El Chapo" Guzmán representó la evolución del narcotráfico mexicano—más sofisticado que sus predecesores, más internacional en su alcance, más tecnológico en sus métodos. Sus túneles bajo la frontera con Estados Unidos se convirtieron en leyenda; sus escapes de prisiones de máxima seguridad, en mitos modernos. El Chapo entendió que el narcotráfico del siglo XXI requería innovación, logística compleja y corrupción sistemática.
Pero la verdadera maestría de El Chapo residía en su capacidad para engañar a sus captores. Sus fugas espectaculares de La Palma en 2001 y del Altiplano en 2015 demostraron una inteligencia operativa extraordinaria y una comprensión profunda de las debilidades humanas e institucionales. Guzmán no solo escapó físicamente—logró que sus propios carceleros se convirtieran en sus cómplices.
Sin embargo, incluso El Chapo, con toda su astucia, operaba desde las sombras. Sus imperios eran clandestinos, sus rutas secretas, sus operaciones ocultas. Vivía en la clandestinidad, moviéndose constantemente, siempre un paso adelante de las autoridades mexicanas y estadounidenses. Su poder era real pero limitado—controlaba territorios y organizaciones, pero no naciones enteras.
Maduro ejecutó una versión infinitamente más sofisticada del engaño de El Chapo. Donde Guzmán engañó a carceleros y guardias, Maduro engañó al líder más poderoso de Venezuela. Donde El Chapo corrompió funcionarios individuales, Maduro se hizo nombrar como el funcionario supremo. Donde Guzmán necesitaba escapar de prisiones, Maduro se hizo entregar las llaves del palacio presidencial.
La comparación es reveladora: El Chapo necesitaba túneles para mover drogas; Maduro controla aeropuertos internacionales. Guzmán requería sobornar aduaneros; Maduro nombra a los jefes de aduanas. El Chapo vivía escondido en búnkers; Maduro reside en el Palacio de Miraflores con inmunidad diplomática.
Maduro ha superado esas limitaciones de manera espectacular. No necesita túneles porque controla aeropuertos. No requiere corromper aduaneros porque nombra a los jefes de aduanas. No necesita esconderse porque vive en el Palacio de Miraflores. Ha logrado lo impensable: convertir el narcotráfico en política de Estado.
La Arquitectura del Narco-Estado
El Cartel de los Soles, bajo su liderazgo, no es simplemente una organización criminal—es una estructura gubernamental. Sus miembros no son narcotraficantes comunes; son generales, ministros, gobernadores. Sus rutas no son senderos clandestinos; son las vías oficiales de comercio internacional de Venezuela.
Lo que Maduro ha construido trasciende las ambiciones más desmedidas de sus predecesores. Según investigaciones de la DEA, el aparato gubernamental venezolano procesa entre 200 y 250 toneladas de cocaína anualmente—una cifra que eclipsa las operaciones más exitosas de Pablo Escobar en su época dorada. Pero las cifras solo cuentan parte de la historia.
La verdadera genialidad criminal de Maduro radica en la institucionalización del narcotráfico. Donde Escobar necesitaba sobornar funcionarios individualmente, Maduro ha creado instituciones enteras dedicadas al tráfico de drogas. El Cartel de los Soles no es una organización paralela al gobierno venezolano—es el gobierno mismo.
La Guardia Nacional Bolivariana funciona como la fuerza de seguridad del cartel. Los puertos de La Guaira y Puerto Cabello operan como centros de distribución internacionales. El Banco Central de Venezuela sirve como la mayor operación de lavado de dinero del continente. Las embajadas venezolanas en el extranjero funcionan como oficinas regionales del imperio criminal.
Esta estructura ha permitido a Maduro establecer alianzas que habrían sido impensables para capos tradicionales. Su asociación con el Cartel de Sinaloa y el Tren de Aragua no son simples acuerdos comerciales—son tratados internacionales entre organizaciones que controlan territorios específicos. Venezuela se ha convertido en el hub logístico que conecta la producción colombiana con los mercados europeos y estadounidenses.
El Costo Humano de la Bestia: Un País Petrolero en Ruinas
Venezuela, que una vez se preciaba de ser la "Suiza de América Latina", ahora yace en ruinas bajo el peso de la miseria que Maduro ha desatado sobre su pueblo. La transformación es tan brutal como incomprensible: una nación bendecida con las mayores reservas probadas de petróleo del mundo—más de 300 mil millones de barriles—ha sido reducida a la miseria absoluta por la voracidad criminal de un hombre que convirtió los recursos naturales del país en combustible para su imperio de narcotráfico.
Venezuela era un país rico que podía permitirse importar buena parte de lo que consumía. Su riqueza petrolera le daba esa holgura, esa capacidad de vivir cómodamente dependiendo de sus vastos recursos naturales. Caracas competía con Miami como destino de compras; los venezolanos llenaban los centros comerciales de Madrid y París; el bolívar era una moneda respetada internacionalmente. Todo eso se ha desvanecido bajo el genio destructivo de Maduro.
Más de 20 millones de venezolanos—casi el 70% de la población—viven ahora en pobreza extrema, sobreviviendo con menos de 1.90 dólares al día. El éxodo venezolano ha superado todas las crisis migratorias previas en el hemisferio occidental: más de 7.7 millones han huido de su patria—una cifra que eclipsa los desplazamientos causados por las guerras civiles centroamericanas y rivaliza con las crisis de refugiados más graves del mundo.
Para entender la magnitud: es como si toda la población de Suiza hubiera abandonado su país en menos de una década. Familias enteras caminan miles de kilómetros desde Caracas hasta Bogotá, llevando solo lo que pueden cargar. Madres con niños desnutridos cruzan fronteras a pie, esperando encontrar en tierras extranjeras lo que su propia patria petrolera ya no puede ofrecerles: la posibilidad de sobrevivir.
La desnutrición crónica afecta a más del 30% de los niños menores de cinco años. En hospitales que alguna vez fueron centros de excelencia médica, médicos documentan casos de marasmo y kwashiorkor—enfermedades por desnutrición severa que habían sido prácticamente erradicadas de Venezuela décadas atrás. Más del 80% de los medicamentos esenciales están desabastecidos; la mortalidad infantil se ha disparado un 40%; enfermedades erradicadas como la difteria y la malaria han resurgido con fuerza devastadora.
La producción petrolera ha caído de 3.2 millones de barriles diarios en 1998 a menos de 800,000 en 2023—una destrucción de capacidad productiva sin precedentes. PDVSA, que alguna vez fue una de las petroleras más eficientes del mundo, ha sido saqueada sistemáticamente por los operadores del Cartel de los Soles. La bestia de Maduro no solo ha empobrecido a los venezolanos—ha destruido deliberadamente la gallina de los huevos de oro que podría sacarlos de la miseria.
Lo que la bestia ha perpetrado trasciende la mala gestión: es un genocidio silencioso, la destrucción sistemática de una nación a través de la hambruna inducida, el colapso sanitario deliberado y la expulsión masiva de población. El genio criminal disfrazado de idiota ha logrado algo que ni las guerras más sangrientas consiguieron: vaciar literalmente un país de su población más productiva mientras mantiene el control absoluto del poder.
La Paradoja del Poder Absoluto
Pablo Escobar, en la cúspide de su poder, podía permitirse declarar: "Prefiero una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos." Era la declaración de un hombre que entendía los límites de su poder y las consecuencias de sus acciones. El Chapo, incluso en sus momentos más audaces, sabía que operaba fuera de la ley y que eventualmente pagaría el precio.
Maduro enfrenta una paradoja diferente. Ha alcanzado un nivel de poder que sus predecesores criminales solo pudieron soñar, pero precisamente ese poder absoluto puede convertirse en su perdición. Al convertirse en jefe de Estado, se ha expuesto a formas de retribución que los capos tradicionales nunca enfrentaron.
La recompensa de 50 millones de dólares que Estados Unidos ha puesto sobre su cabeza no es solo la más alta en la historia de la lucha contra el narcotráfico—es una declaración de guerra contra un narco-estado. Pamela Bondi, la fiscal general estadounidense, fue inequívoca: las 30 toneladas de cocaína incautadas y vinculadas directamente a Maduro lo convierten en "uno de los narcotraficantes más grandes del mundo."
El Paria Internacional
La transformación de Maduro de presidente accidental a paria internacional ha sido rápida y completa. Su represión sistemática de las voces de la oposición, el silenciamiento de los medios independientes y la violación generalizada de los derechos humanos lo han convertido en un símbolo global del exceso autoritario. La retórica mística que una vez le sirvió se ha desvanecido en los delirios desesperados de un hombre que ve su imperio desmoronarse.
Sin embargo, no son meramente sus crímenes domésticos los que han convertido a Maduro en un hombre marcado. Según las autoridades estadounidenses, se erige como el líder del Cartel de los Soles, una organización criminal que ha convertido al aparato estatal venezolano en una máquina de narcotráfico. La recompensa histórica de 50 millones de dólares que pende sobre su cabeza no es solo un número—es la declaración formal de que Estados Unidos considera a Maduro no como un jefe de Estado, sino como el mayor criminal de la historia moderna.
Los Herederos de la Esperanza
María Corina Machado y Edmundo González no representan solo la oposición política a Maduro—representan la resistencia civil contra el narco-estado más sofisticado de la historia actual. Machado, en particular, ha demostrado un coraje extraordinario al desafiar no solo a un dictador, sino a toda una estructura criminal que cuenta con recursos ilimitados y carece de escrúpulos morales.
Su lucha trasciende la política tradicional. Es la batalla entre la civilización y la criminalidad institucionalizada, entre la democracia y el narco-totalitarismo. González, reconocido por Washington y una creciente coalición internacional como el verdadero presidente electo de Venezuela, encarna la legitimidad que Maduro perdió el momento en que decidió convertir la presidencia en la jefatura de un cartel.
María Corina Machado se ha alzado como la líder que Venezuela necesitaba: valiente, articulada y dispuesta a desafiar al régimen a pesar de la represión sistemática. Su presencia en la escena política venezolana ha galvanizado a una oposición que durante años careció de liderazgo fuerte y cohesivo.
Las Opciones Finales: Eliminación o Captura
Donald Trump ha dejado absolutamente claro que Maduro enfrenta solo dos destinos posibles. El despliegue militar en el Caribe—seis barcos, aviones, helicópteros y submarinos—representa la mayor demostración de fuerza estadounidense en la región desde la invasión de Panamá en 1989. No es coincidencia que la comparación histórica más apropiada sea precisamente la operación que derrocó a Manuel Noriega, otro dictador que había convertido su país en una operación criminal.
La primera opción es la intervención militar directa—una operación de captura o eliminacón, conduciría a Maduro en el mejor de los casos, ante los tribunales de Miami para enfrentar cargos que podrían resultar en cadena perpetua o incluso la pena capital. Las fuerzas especiales estadounidenses ya tienen experiencia en este tipo de operaciones: capturaron a Noriega en 1989, localizaron y ejecutaron a Osama bin Laden en 2011, y han desarrollado las capacidades para operaciones similares en diversas partes del mundo.
Los buques de guerra desplegados en el Caribe, los aviones de caza de quinta generacion y drones estacionados en la Isla de Puerto Rico y la autorización que Guyana ha otorgado para que fuerzas estadounidenses usen su territorio como base de operaciones señala que la infraestructura militar ya está en posición. Todo el aparato de inteligencia está listo para que, en el momento que Trump tome la decisión, fuerzas de élite puedan ejecutar la operación con precisión quirúrgica.
La historia nos ha mostrado episodios similares: Manuel Antonio Noriega cayó bajo el peso de la operación "Causa Justa" en 1989; Saddam Hussein fue extraído de su búnker subterráneo en 2003; Muammar Gadafi fue cazado como un animal herido en 2011. Todos compartían características comunes con Maduro: habían perdido la legitimidad, se habían convertido en parias internacionales y habían subestimado la determinación de quienes habían decidido su destino.
La segunda opción—rendición y negociación de exilio—parece cada vez más improbable. A diferencia de dictadores tradicionales que podían negociar inmunidad, Maduro enfrenta cargos criminales en múltiples jurisdicciones. Su estatus como narcotraficante internacional hace que cualquier exilio sea temporal; eventualmente, la justicia lo alcanzaría.
La Herencia Maldita: Más Allá de Chávez
Hugo Chávez creó las condiciones para el narco-estado, pero fue Maduro quien completó la transformación. Chávez desmanteló las instituciones democráticas; Maduro las reconstruyó como aparatos criminales. Chávez centralizó el poder; Maduro lo monetizó através del narcotráfico. Chávez prometió una revolución; Maduro entregó una empresa criminal.
Como observan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, ambos profesores de Harvard y especialistas en democracia y autoritarismo, todas las democracias albergan demagogos. En su libro "Cómo Mueren las Democracias", se apoyan en las observaciones del politólogo alemán Juan Linz para señalar cuatro signos de alarma sobre un político autoritario: 1) cuando rechaza, a través de palabras o acciones, las reglas democráticas del juego; 2) cuando niega la legitimidad de sus oponentes; 3) cuando toleran o fomentan la violencia; y 4) cuando indican su disposición a restringir las libertades civiles de sus oponentes, incluidos los medios de comunicación.
No cabe duda de que Hugo Chávez y Nicolás Maduro han cumplido plenamente con estos preceptos, y muchos otros en América Latina han seguido el mismo patrón nefasto.
La diferencia es fundamental para entender la magnitud de lo que está en juego. Chávez, por destructivo que fuera, mantenía al menos la pretensión ideológica. Sus políticas, aunque desastrosas, provenían de una visión política coherente, aunque equivocada. Maduro ha abandonado incluso esa pretensión—su único objetivo es mantener el poder para proteger su imperio criminal.
Los Últimos Días del Genio Criminal
Por ahora, Maduro continúa atrincherándose con lo poco que le queda: demagogia y desesperación. Sus discursos cada vez más erráticos, sus medidas cada vez más desesperadas, sus alianzas cada vez más dependientes de otros actores criminales internacionales—todo apunta a un hombre que siente las paredes cerrándose a su alrededor.
Sus discursos son cada vez más delirantes y sus medidas más ineficaces, como cuando dice que está alistando a la sociedad civil, lo que no es más que propaganda patética. La realidad es que su base de apoyo se desmorona día tras día, erosionada por la miseria económica y la represión política que ya no puede sostener las ilusiones revolucionarias.
Mientras tanto, el gobierno de Washington, argumentando que el presidente electo y legítimo de Venezuela es Edmundo González, está listo para intervenir en territorio sudamericano, ya que, para ellos, Maduro es un terrorista, sí, como Bin Laden. La comparación no es casual—ambos representaron amenazas que trascendieron las fronteras nacionales y requirieron respuestas internacionales coordinadas.
Los días de Maduro están contados, y él lo sabe. La diferencia crucial entre Maduro y sus predecesores criminales es que él tiene mucho más que perder. Pablo Escobar pudo elegir morir peleando en los tejados de Medellín porque su imperio era personal. El Chapo pudo aceptar cadena perpetua porque sus organizaciones podían continuar sin él. Maduro no puede escapar porque ha convertido su supervivencia personal en la supervivencia de todo un aparato estatal criminal.
La Liberación del Continente
La caída de Maduro no significará simplemente el fin de una tiranía más en la larga lista de dictaduras latinoamericanas: marcará el derrumbe estrepitoso del narco-estado más sofisticado, ambicioso y letal que haya conocido el hemisferio occidental. Su captura —o eliminación— reverberará como un trueno de advertencia a través de todo el continente criminal: no existe fortaleza lo suficientemente alta, no hay poder lo bastante vasto, no existe estrategia de infiltración lo suficientemente brillante como para escapar indefinidamente del brazo de la justicia internacional.
El colapso del imperio narco-madurista desencadenará inevitablemente un efecto dominó. Cuba y Nicaragua le seguirán, los últimos bastiones del totalitarismo caribeño, caerán como fichas de una partida que ya está perdida. La liberación de Venezuela será el principio del fin para todos los regímenes de la región que pretendieron convertir naciones enteras en empresas criminales.
Venezuela, una vez liberada del yugo del narco-totalitarismo, podrá comenzar el largo proceso de reconstrucción. No será fácil—décadas de criminalidad institucionalizada han dejado cicatrices profundas en el tejido social, económico y político del país. Pero la experiencia de otras naciones que han emergido de períodos similares de oscuridad demuestra que la recuperación es posible.
El pueblo venezolano, que durante más de una década ha soportado la humillación de vivir bajo el dominio de una empresa criminal disfrazada de gobierno, finalmente tendrá la oportunidad de reclamar su destino. Los millones de venezolanos dispersos por el mundo podrán considerar el retorno a una patria que ya no será sinónimo de criminalidad y represión.
Epílogo: El Precio de su Ambición
En las páginas finales de esta saga criminal, Nicolás Maduro se encuentra en una posición que ni Pablo Escobar ni El Chapo jamás enfrentaron: atrapado en la cúspide del poder absoluto sin posibilidad de escape. Ha superado los sueños más desmedidos de sus predecesores criminales, pero al hacerlo, ha sellado su propio destino.
El conductor de autobús que se convirtió en el narcotraficante más poderoso de la historia pronto descubrirá que algunos sueños criminales son demasiado grandes para ser sostenibles. Su imperio, construido sobre la miseria de 30 millones de venezolanos, está a punto de colapsar bajo el peso de su propia ambición desmedida.
Su genio radicó en la paciencia, en la capacidad de mantener una fachada durante más de una década, en convencer al líder más paranoico de América Latina de que era inofensivo. Pero ese mismo genio que lo llevó al poder absoluto también lo ha convertido en el objetivo más valioso de la justicia internacional.
La historia juzgará a Maduro no solo como un dictador más en la larga lista de tiranos latinoamericanos, sino como el hombre que logró la infiltración criminal más sofisticada de la época moderna. Convirtió el narcotráfico en política de Estado, transformó un gobierno en cartel, y demostró que la inteligencia criminal más peligrosa no es la que se exhibe, sino la que se oculta.
Su caída será épica precisamente porque su ascenso fue sin precedentes. Y cuando finalmente ocurra—ya sea en los tejados de Caracas como Escobar, o en una celda de máxima seguridad como El Chapo—marcará no solo el fin de un narco-dictador, sino el fin de una era en la que el crimen organizado casi logró capturar completamente una nación a través del engaño más brillante jamás ejecutado.
Venezuela merece algo mejor que ser el laboratorio de experimentos criminales de un conductor de autobús que resultó ser el estafador más genial de la historia política moderna. El continente entero suspirará con alivio cuando la justicia, aunque tardía, finalmente prevalezca sobre el narco-estado más ambicioso y destructivo jamás concebido por una mente criminal disfrazada de idiota.
Iván D. Lozada.